La necesidad de definirse en aquella etapa de la vida era inescapable. Pensó que el oficio más duro posible era el de Príncipe Azul, porque a pesar de los palacios y algún que otro caballo blanco, su vida estaría indiscutiblemente atada a los caprichos de alguna princesa cuya historia monopoliza todas las atenciones. Sabía que la vida del Príncipe era la vida de un accesorio.
En aquel momento, bajo el frondoso árbol de mangó, lo más difícil era lograr que la niña entendiera la situación.
A la misma velocidad con la que ella iba demarcando el reino, él se convertía en sus existenciales preocupaciones. Su padre solo podía ser coronado como el rey de los despropósitos y su familia no conocía más etiqueta que la del cornedbeef. No tenía joyas ni latifundios y la esperanza, por no quedarse atrás, escaseaba por temporadas.
Un fuetazo con el cetro de guayabo lo reinstaló al mundo de ella. Escuchó atentamente las órdenes de su majestad y procedió humildemente a cumplir su voluntad. Por unos minutos fueron realeza, hasta que ella decidió que era la hora del kareoke.
Entonces se preocupó aun más. Odiaba la farándula superflua y los estilos ecléctico chic de los performeros del pop. Trató de cambiar el itinerario, pero recibió de ella una solemne mirada, posiblemente lo que le quedaba de reina antes de convertirse en Shakira. Lamentó el pobre repertorio que tenían disponible y concluyó que todas las canciones eran la misma cantaleta, el mismo amorcito, siempre en diminutivo, siempre en las mismas palabras. Tal vez él podía escribir canciones, pero no en ese momento, porque ese era el momento de deleitar al público reunido en la sala de la casa. Él, su hermana, algunas muñecas y el calor de una tarde de agosto. Cuando recibió el cepillo, que ahora jugaba a ser micrófono, no tuvo más remedio que cantar la de siempre. La que hacía que su hermana, la exreina, momentáneamente Shakira, estallara en carcajadas incontenibles.
No había terminado la ovación del público a los artistas cuando ya ella tenía una nueva propuesta de entretenimiento sobre la mesa. Era la hora de jugar a papá y mamá. Va sin decir que era el juego que él más odiaba de todos. Mientras más entraba en personaje más miedo le daba y es que, como dijimos antes, su padre era el rey de los despropósitos. Con pesadez, se sentaba a la cabeza de la mesa, mientras su hermana, arrastrando un delantal le llevaba platos y vasos. ¿Te gusta? Preguntaba ella. Y él sabía que esa era su clave para comenzar a caricaturizar los arranques de cólera, las maldiciones, los insultos.
Cuando ella se tapaba la cara con el delantal él sabía que el juego había terminado. Se abrazaban. Agradecían ser hermanos. Pero solo unos minutos, cuestión de que las emociones se disiparan y permitieran que los detectives del próximo capítulo puedan retomar las investigaciones pendientes.
A él ese juego le gustaba. Como era mayor dirigía siempre el caso obligando a su imaginación a superarse a ella misma. Ella escuchaba atentamente al hermano narrarle los hechos del caso, los pedacitos de información que a simple vista podían aprehender. Luego, juntos en una negociación de propuesta y contrapropuesta iban intensificando la trama. Añadiendo sospechosos, descubriendo pistas, purificando las sospechas del otro para convertirlas en las certezas de ambos.
Vencido el término de ese juego, ella decidió jugar a maquillarse. Él también odiaba ese juego porque pensaba en las viejitas que veía en el pueblo, en las doñas cachetonas llenas de colores, en su mamá con el rímel regado por la cara. Ella, sin embargo, disfrutaba de escabullirse en el proscrito cuarto para llenarse de los maternales implementos de belleza. Polvo y sombra. Lipstic.
Él estaba contando los minutos para el próximo juego cuando llegó el papá y lo sorprendió pintoreteado. Lleno de los colores de su mamá y su hermana. Entonces lo golpeó hasta que el maquillaje le coloreó los nudillos. Allí quedó él. Tendido, adolorido, abatido. Se terminaron los juegos y con ellos la ilusión de tener una hermana. Sin embargo, con mucho esfuerzo, la imaginó convidándolo a un juego más ese día. El juego de los abrazos.