domingo, 22 de agosto de 2010

El gato

Entre ella y la ventana -por la que ya sólo entraba un poco de luz blanca- estaba el fregadero. El grifo dejaba caer el agua que acariciaba el metal casi con la misma sutileza con la que ella pintaba de espuma la taza del café. Pausadamente, la dejó en el trastero y sin voltear dijo: quiero el divorcio. Cuando por fin miró atrás se encontró con la indiferencia de un gato, que acostado sobre la mesa, se lavaba la cara con la pata, cumpliendo un ritual muy de los felinos. Sin embargo, el gesto no era de indeferencia, sino que hacía mucho tiempo que el gato sabía que ya ella vivía sola.

sábado, 14 de agosto de 2010

Velorio

A los 24 años de edad Héctor O. Román tenía un testamento. Tal vez no era un testamento abierto, ni cerrado, ni ológrafo. Tal vez, a nadie le interese impugnar ese testamento y hasta puede que no tenga sucesión, ni bienes que legar. A Héctor O. Román posiblemente no le pasó por la cabeza nombrar un albacea, ni establecer un fideicomiso, ni dejarle una parte de su tercio de libre disposición a su iglesia.

Lo que sí tenía Héctor O. Román, de 24 años y residente de Carolina, era una última voluntad. Un último deseo que manifestó a su familia. Y su familia lo escuchó cuando lo dijo, porque ellos sabían, Héctor O. Román sabía, que la vida, su vida, no es una historia para contarla a largo plazo, pues, los capítulos de esa trama se construían de las contingencias de saldo y esquina. Esa vida, en toda su brevedad, se paseó con Héctor O. Román hasta el fin de semana pasado. Entonces, Héctor O. Román, se convirtió en una específica cifra, pasó a ser el asesinado número 16 del fin de semana, después de él no asesinaron a nadie, al menos, hasta el lunes.

Pero eso no es la historia. La historia tampoco es que lo velaran en una motora, como quien no quiere caminar por el túnel y prefiere llegar a luz a toda velocidad. La historia, los fragmentos de historia que no puedo soltar, que no aparecen en los periódicos, son aquellos en los que él le dice a su familia cómo quiere que lo velen.

Ese momento, ese instante, ¿en la mesa del comedor? ¿frente al televisor? ¿en un rito solemne con testigos idóneos? ¿con o sin notario? ¿en una fiesta? O fue, tal vez ¿un comentario de esos como quien no quiere la cosa? ¿con cuanta seriedad lo dijo? ¿con cuanta seriedad lo tomaron quienes lo escucharon? ¿de qué forma estamos viviendo, o mejor dicho, muriendo, que la gente de mi generación planifica sus propios velorios?