sábado, 14 de agosto de 2010

Velorio

A los 24 años de edad Héctor O. Román tenía un testamento. Tal vez no era un testamento abierto, ni cerrado, ni ológrafo. Tal vez, a nadie le interese impugnar ese testamento y hasta puede que no tenga sucesión, ni bienes que legar. A Héctor O. Román posiblemente no le pasó por la cabeza nombrar un albacea, ni establecer un fideicomiso, ni dejarle una parte de su tercio de libre disposición a su iglesia.

Lo que sí tenía Héctor O. Román, de 24 años y residente de Carolina, era una última voluntad. Un último deseo que manifestó a su familia. Y su familia lo escuchó cuando lo dijo, porque ellos sabían, Héctor O. Román sabía, que la vida, su vida, no es una historia para contarla a largo plazo, pues, los capítulos de esa trama se construían de las contingencias de saldo y esquina. Esa vida, en toda su brevedad, se paseó con Héctor O. Román hasta el fin de semana pasado. Entonces, Héctor O. Román, se convirtió en una específica cifra, pasó a ser el asesinado número 16 del fin de semana, después de él no asesinaron a nadie, al menos, hasta el lunes.

Pero eso no es la historia. La historia tampoco es que lo velaran en una motora, como quien no quiere caminar por el túnel y prefiere llegar a luz a toda velocidad. La historia, los fragmentos de historia que no puedo soltar, que no aparecen en los periódicos, son aquellos en los que él le dice a su familia cómo quiere que lo velen.

Ese momento, ese instante, ¿en la mesa del comedor? ¿frente al televisor? ¿en un rito solemne con testigos idóneos? ¿con o sin notario? ¿en una fiesta? O fue, tal vez ¿un comentario de esos como quien no quiere la cosa? ¿con cuanta seriedad lo dijo? ¿con cuanta seriedad lo tomaron quienes lo escucharon? ¿de qué forma estamos viviendo, o mejor dicho, muriendo, que la gente de mi generación planifica sus propios velorios?

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