El macho Camacho se impone como analogía del Puerto Rico del siglo XXI. Sostenido por la añoranza de antiguas conquistas, de triunfos, celebraciones y contusiones cerebrales que solamente degenerarían en un hoy tan real como sabroso. La cotidianidad de un combate idealizado y la comunicación mediada por un dialecto ininteligible facilitan la subida al ring de cuanto varón hipertestosterinazado podamos encontrar.
La angustia que pueda generar la sospecha de que los tiempos mejores, en efecto, ya pasaron la matamos bailando; como se mata a cualquiera que baile con la que no debía bailar; y como se mata a la que bailó y a la no tiene que salir de la casa. Y como se mata a la que no salió de la casa porque se enamoró de quien se quería enamorar.
El país, que ahora escribe la pasión según el Macho Camacho, expone sus dotes de bichote en la primera plana. Y es que hay bichotes y hay bichotes: unos matan y los otros están vedados en los catálogos de Avon. Poco a poco, sin embargo, los unos y los otros se han convertido en el mismo fetiche, en el mismo culto, en la misma obsesión.
Al final, siempre queda la familia. A menos que la familia no sea una familia como el Macho Camacho piense que debe ser una familia. Entonces, quedan el viejo libro de las parábolas y las antenas parabólicas de Direct TV para ver en HD al Macho Camacho hacer el ridículo por PPV.
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